Me senté en el café de una placita, la terraza era acristalada, los dueños se habían dado cuenta de que con el mal tiempo de parís era más efectivo para atraer a los clientes cubrir la terraza y poner estufas a modo de resguardo del cambiante clima que tiende a ser nublado y lluvioso.
Este espacio estaba adornado frondosamente, múltiples helechos y plantas de bosques tropicales adornaban cada esquina. En las paredes una incontable cantidad de cuadros si es que se pueden llamar así. Bocetos, esbozos y retratos a carboncillo, adornados con glamurosos y extravagantes marcos. Todos estos colgados de manera desigual en las paredes laterales al cristal que separaba la calle de aquel espacio que parecía ser de otro mundo.
Bajo los cuadros, la pared vestía un decorado papel que mostraba un paisaje típico del siglo XIX, unos bosques adornados con riachuelos que se entrelazaban entre los troncos, y a lo lejos una casa isabelina, cubierta con rebaños de ovejas y otro tipo de animales. El papel no estaba cortado, al contrario, seguía a lo largo de todo el muro, continuando con el paisaje que sumergía en el a todo aquel que se atreviese a mirar entre los cuadros y los otros artilugios que lo cubrían.
Mi mesa estaba pegada a la gran cristalera, digo gran ya que me impresionó su tamaño al llegar de una sola pieza al alto techo que cobijaba nuestras cabezas de no ser empapadas.
Alzando la vista encontrábamos un techo más decorado incluso que las propias paredes del local, unas enormes y doradas lámparas caían colgantes posicionándose estáticas a baja altura, la justa y necesaria para que un hombre de altura media no chocase con ellas al caminar.
Pero lo que hacía aquel lugar tan especial como lo era para mí, no eran los espejos, ni las puertas, ni las lámparas, ni el papel, ni los marcos, ni los bocetos. Si hubiese tenido para mis todos esos objetos inanimados en otro momento y otro lugar estos no hubiesen significado nada para mi ser, al igual que cualquier otra lámpara, espejo, cuadro, puerta u papel, mi persona se hubiese quedado indiferente.
Lo que me impulsaba a sentir un ligero hormigueo en la tripa, era la totalidad del momento. La lluvia que azotaba el asfalto con fuerza, el paso de coches, niños, madres, señores, trabajadores, hombres con sombrero y ancianas con paraguas. Tanta gente en un sitio tan pequeño y, en un intervalo tan corto de tiempo, tantas vidas conectadas por el paso de una acera a otra. Un hilo invisible las unía a todas y a su vez les daba el poder de contemplarse como completos desconocidos.
Aquel jazz tenue que inundaba el ambiente me hizo olvidarme al completo de la tan humana persona que soy y, durante un buen rato observe silenciosamente como si fuese invisible, ajeno al resto de cosas que pasaban a mi alrededor.
Distante a las preguntas del camarero acerca de si quería el café con o sin leche, a la pelea de la pareja de la mesa de mi derecha, a las risas de un grupo de jóvenes estudiantes que desquiciados por la gracia pedían otra botella de champan a su mesa, a todo aquel público que entraba y salía de ese paradisiaco café. Eran todos turistas del tiempo, que se marchaban sin percatarse de que en ese deseoso ambiente habían vivido uno de los mejores momentos de su vida.
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