Las lavandas del jardín

Published on 24 July 2024 at 01:16

Era otro día más, estaba sola, ya se había acostumbrado a convivir con ella misma.

Tenía una rutina, rutina marcada por el itinerario de no hacer nada.

Nada que la gente pudiera considerar productivo, sin embargo, para ella, la nada era su todo.

Se levantaba cuando el cuerpo se lo pedía, y por mucho que hubiera dormido, ya no descansaba, no como en aquellos días en los que ansiaba levantarse porque sabía que una ajetreada jornada la esperaba.

Eso ya no pasaba, ahora simplemente la esperaba un largo y espeso día. A veces se le hacían más extensos de lo habitual, otros simplemente pasaban como si no hubieran existido si quiera.

La angustia le azotaba el pecho, sin embargo, esta no tenía motivo alguno para aparecer, se había acostumbrado a la tristeza, pero aquella mañana le pesaba mucho más.

Abrió la ventana como todas las mañanas, rondarían las nueve. Le gustaba sentir una brizna de aire al despertar, por mucho que ya fuese junio y el viento permaneciese estático y sofocante, el hecho de abrir la ventana le proporcionaba frescor.

Cogió una gran bocanada de aire y se dispuso a levantarse de la cama, hoy no se levantaba con el pie derecho como de costumbre, hoy se había colocado con ambas piernas paralelas sobre el suelo desnudo.

Y de un brinco saltó de la cama, como si quisiera escapar de esta, de las pesadillas a las que la almohada le mantenía anclada.

 

Bajó al jardín, como todas las mañanas de esa primavera que ya finiquita su paso, una luz un tanto fría alumbraba las flores y plantas que adornaban. Su favorita eran las lavandas, aquellas que cubrían la vieja piscina.

Era algo curioso y tontorrón, pero le recordaban a Italia, a aquella casita que, en un pasado ya lejano, bajo la felicidad instantánea del momento alquiló. La piscina era muy parecida, como habréis comprendido, ambas tenían lavandas, el olor que desprendían aquellas flores le hacían recordar la felicidad a la que en un pasado momento se había visto expuesta.

 

Tras ojear el jardín decidió volver a entrar, iba descalza y era como si con cada paso le dolieran no solo los pies, sino el alma.

Llegó a la cocina y se hizo un café, acompañada por el sonido de la ruidosa cafetera se sumergió en sus pensamientos. Fue cuando paró el ruido que volvió a la realidad, y visualizó la taza llena.

La cogió con ambas manos, y sintió el calor en sus dedos entumecidos.

En su momento habría preparado el juego de porcelana china, habría puesto la leche en la jarrita y el azucarero con la cucharilla de plata, esta vez estaba demasiado cansada. Alcanzó la leche directamente del brik y vertió a penas nada en la taza que estaba a punto de rebosar.

Se sentó en una de las sillas del office, mientras tanto contempló por la ventana, no observaba el paisaje de fuera, en vez de la casa de los vecinos ella veía una gran avenida francesa, rodeada por los edificios y sus arquitecturas.

Contemplaba Paris, ese Paris por el que en su día caminó y se consideró feliz, consideró una felicidad plena. Sin embargo, ahora entendía, que aquello que en el ayer experimentó, había sido algo efímero e insignificante.

 

Tras unos sorbos la taza se encontró vacía, y con este acontecimiento prosiguió su mañana, dirigiéndose a la ducha.

Las finas y frías líneas de agua que caían de la alcachofa le aliviaban, activaban sus sentidos, y por primera vez en la mañana, sentía que recobraba la vida. No tardó demasiado en finalizar su ducha y elegir su conjunto, no la vería nadie, por lo que se vistió de forma casual y cómoda.

Unos pantalones de lino color beige; le quedaban grandes debido a su estrecha figura, una camiseta de cuello cerrado blanca, y un jersey en pico azul, a modo de cubrirla del desgarrador frío mañanero que sentía, aun que este se debía únicamente a su opinión, ya que debido al mes la rasca madrugadora se había ya marchado.

 

Decidió continuar con su novela, aquel libro que había comprado en una callejuela perdida de Londres se trataba de “Jezabel” obra escrita por Irène Némirovsky, a diferencia de la protagonista, la cual temía el envejecer, ella lo ansiaba, no veía motivo de suficiente peso para seguir viviendo, únicamente existía, y su existencia cubría su vida.

 

El día prosiguió como de costumbre, aburrido, neutro, sin sensación alguna.

Las horas pasaron, y el reloj de muñeca fue adelantando su aguja hacia derecha.

No fue hasta esa tarde en la que decidió romper con el esquema y horario del día. Serían ya las ocho, y el cielo se encontraba a dos luces, tras un día cálido y brumoso, el frescor propio de la hora se había vuelto a apoderar de la naturaleza. El jardín volvía a transmitirle paz. Tal y como había hecho esa mañana, volvió a salir al porche, sin embargo, esta vez se sentó en una de las butacas ya desgastadas y simplemente contempló.

Se encontraba nerviosa, y se frotaba las manos seguidamente, como si quisiera hacer algo, pero una fuerza se lo impidiera. Aquella fuerza era su falta de innovar, de dejarse llevar, la ataba a al sofá como con una cadena. De la nada, a modo de sorpresa, decidió omitir ese sentido del que se había vuelto esclava.

Llevaba el traje de baño debajo de la ropa, comenzó a desnudarse, hasta quedarse en esa única prenda que separaba su cuerpo de la intemperie.

Despacio y pacientemente avanzó hacia la piscina, subió los tres escalones y saboreó el olor de las lavandas, con su mano palpó sus tallos y tras haberlos frotado se acercó estas a la nariz.

Se encontraba en el bordillo, ante esa masa azul que reflejaba el cielo.

Estaba estática, los brazos recaían rectos sobre sus muslos, los huesos parecían traspasarle la fina tela del conjunto de baño. Era una fina espiga, de pelo corto, negro, y ojos verdes, que en ese momento se disponía a hacer la mayor locura del día. El simple hecho de saltar al agua le resultaba excitante y a la vez pavoroso. Sin pensárselo más veces, con las piernas temblorosas, alzó los brazos, posicionándolos encima de su cabeza, y con los ojos fuertemente cerrados, saltó.

 

Se vio envuelta en un conjunto de sensaciones y sentimientos, notó como el agua medianamente tibia cubría su cuerpo y le hacía sentirse fervorosamente viva. Al sacar la cabeza del agua la alzó, y contempló el cielo, ya cubierto por tonos morados. A su vez, un fino hilo de música proveniente de la casa vecina llegó a sus oídos, y simplemente sintió felicidad, la más simple, pero a la vez más plena felicidad.

Se quedo panza arriba flotando, mientras, la tarde oscurecía, y sus dedos poco a poco se parecían más a diez pasas rancias y viejas.

 

Había vivido pensando que los pasos de su día, y los del día anterior, y aquellos anteriores a esos habían sido en vanos.

No se había percatado de que todos esos pasos le habían hecho avanzar en una dirección, le habían dirigido a dar un gran paseo, paseo llamado vida el cual pasó a paso y minuto a minuto se forma, y en un momento mundano y cualquiera nos es arrebatada. 

Ahora se arrepentía de no haber dado aquellos pasos hacia otra dirección, de no haber comprendido la importancia de un metro y haber caminado sin meta alguna. De haber andado con el propósito de matar el tiempo, cuando era el tiempo el que la mataba a ella.

 

Sin querer se le escapó una risilla, y tras esa comenzaron a surgir más y más carcajadas, ni si quiera ella entendió a que se debían, solamente sabía que ese momento estaba sucediendo, y que ella estaba siendo partícipe.

Continuó riéndose y en su cara renació una mueca de algo parecido a la alegría. El jardín fue cubierto por la noche, y únicamente iluminada por la luz de la luna continuó, quieta y sosegada, esperando a que ese momento no acabara nunca.

 

 

 

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